Sólo se veían sus ojos, negros como el shemagh, que le protegía del sol y del viento, profundos, como el desierto mismo. La caravana de saharauis se detuvo delante de mí y me subí a su dromedario, mientras él marchaba a pie con las riendas en la mano. No sabía a dónde me llevaban, estaba perdida y sedienta y, como en un encantamiento, mi instinto no podía más que ir detrás para descubrir el enigma que guardaba su turbante.
Se giró lentamente, descubrió su boca y sonrió.
No sé si fue el sol o el hombre del desierto, pero enloquecí.
5 comentarios:
mmmm que bonito
quien se habría resistido a montar en su dromedario y dejarse llevar.
un saludo
¡Y quién podría resistirse ante tal embrujo y esa mirada....?
Un beso
Auxi: difícil verdad???? con esos ojos... mmm....
Camy: .... el desierto está para que nos rindamos ante él.... beso
No sé el resto, pero a mi unos ojos así me pierden...
Besos
Ana: .... y a mí... jajaja Besitos
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