Hasta que no llegué a España no caí en la cuenta de cuánto me habían afectado los mensajes del cuerpo perfecto que debíamos tener las mujeres que pululaban en los medios de comunicación de mi país.
Recuerdo una entrevista que le hicieron a un personaje público masculino que me gustaba mucho (hasta ese momento, claro) en el que decía que una de las cosas que no soportaba en una mujer era cuando empezaban a crecerle los pelos de las piernas. En ese momento sentí pena por mí, si todos los hombres pensaban como él, nunca podría estar con ninguno. Ahora, sinceramente, siento pena por él. ¿Eso era lo que todos los hombres esperaban de las mujeres? ¿Muñecas de porcelana? ¿La perfección total y absoluta? ¿Lograría ser capaz, ese hombre, de ofrecer lo mismo?
¡Vamos! Los pelos crecen o se caen, las canas salen, la barriga va adquiriendo otra forma y si sólo te dedicas a evitar que eso suceda, no tienes tiempo de hacer otra cosa en la vida, ni siquiera vivirla.
Una de las cosas que debo agradecer de vivir aquí es que acabé amando mi cuerpo.
Nunca fui una mujer obsesionada por su físico, de hecho, no tengo ni idea de lo que es hacer una dieta y, en ese sentido, me siento una privilegiada. Es más, siempre me gustó comer y, aunque mi lema sea “comer para vivir y no vivir para comer”, nunca dejo pasar mis antojos, que no son pocos.
Llegué a sentirme culpable y callar esta ventaja ante las demás mujeres que se sabían de memoria el abecedario de dietas y se mataban en el gimnasio.
Lo que sí tenía eran complejos. Nariz grande, pechos pequeños y vello que volvía a crecer demasiado rápido para mi gusto.
La primera vez que hice topless fue en una piscina de Madrid. ¡Por primera vez me sentía feliz con mis tetas! Y ¡No lo podía creer! Y no era porque hubiera otras tetas peores que las mías, que las había (aquello era un muestrario de todos los tamaños y a todas las alturas), sino porque nadie las miraba, ni las mías ni las otras; no había nadie comparando, ni riéndose, ni asombrándose de estas diferencias de la naturaleza y, sobre todo, porque cada mujer dejaba que la ley de gravedad hiciera lo suyo sin preocuparse en lo más mínimo.
Eso sí, lo único que me prometí a mí misma es que nunca nadie se enteraría del momento en que me salieran las primeras canas y es algo que cumplo a rajatabla (ahora ya lo sabéis), a lo que le he sumado el corrector de ojeras del que no me desprendo ni para ir a la esquina.
No quiero ser una Barbie (en este preciso momento mi hija está viendo su película), quiero ser una mujer feliz consigo misma, como sea, con sus días buenos y sus días malos, sus ojeras, sus pelos creciendo que hay que volver a depilar (el día que tenga tiempo y humor) y aprender a amar cada una de mis cicatrices, las que me marcan el paso del tiempo y las del corazón. Esa soy yo, la que cada día se mira al espejo para sentirse bien consigo misma y no para que los demás la quieran.
Recuerdo una entrevista que le hicieron a un personaje público masculino que me gustaba mucho (hasta ese momento, claro) en el que decía que una de las cosas que no soportaba en una mujer era cuando empezaban a crecerle los pelos de las piernas. En ese momento sentí pena por mí, si todos los hombres pensaban como él, nunca podría estar con ninguno. Ahora, sinceramente, siento pena por él. ¿Eso era lo que todos los hombres esperaban de las mujeres? ¿Muñecas de porcelana? ¿La perfección total y absoluta? ¿Lograría ser capaz, ese hombre, de ofrecer lo mismo?
¡Vamos! Los pelos crecen o se caen, las canas salen, la barriga va adquiriendo otra forma y si sólo te dedicas a evitar que eso suceda, no tienes tiempo de hacer otra cosa en la vida, ni siquiera vivirla.
Una de las cosas que debo agradecer de vivir aquí es que acabé amando mi cuerpo.
Nunca fui una mujer obsesionada por su físico, de hecho, no tengo ni idea de lo que es hacer una dieta y, en ese sentido, me siento una privilegiada. Es más, siempre me gustó comer y, aunque mi lema sea “comer para vivir y no vivir para comer”, nunca dejo pasar mis antojos, que no son pocos.
Llegué a sentirme culpable y callar esta ventaja ante las demás mujeres que se sabían de memoria el abecedario de dietas y se mataban en el gimnasio.
Lo que sí tenía eran complejos. Nariz grande, pechos pequeños y vello que volvía a crecer demasiado rápido para mi gusto.
La primera vez que hice topless fue en una piscina de Madrid. ¡Por primera vez me sentía feliz con mis tetas! Y ¡No lo podía creer! Y no era porque hubiera otras tetas peores que las mías, que las había (aquello era un muestrario de todos los tamaños y a todas las alturas), sino porque nadie las miraba, ni las mías ni las otras; no había nadie comparando, ni riéndose, ni asombrándose de estas diferencias de la naturaleza y, sobre todo, porque cada mujer dejaba que la ley de gravedad hiciera lo suyo sin preocuparse en lo más mínimo.
Eso sí, lo único que me prometí a mí misma es que nunca nadie se enteraría del momento en que me salieran las primeras canas y es algo que cumplo a rajatabla (ahora ya lo sabéis), a lo que le he sumado el corrector de ojeras del que no me desprendo ni para ir a la esquina.
No quiero ser una Barbie (en este preciso momento mi hija está viendo su película), quiero ser una mujer feliz consigo misma, como sea, con sus días buenos y sus días malos, sus ojeras, sus pelos creciendo que hay que volver a depilar (el día que tenga tiempo y humor) y aprender a amar cada una de mis cicatrices, las que me marcan el paso del tiempo y las del corazón. Esa soy yo, la que cada día se mira al espejo para sentirse bien consigo misma y no para que los demás la quieran.
1 comentario:
Todas esas cicatrices (las unas y las otras) forman parte de ti y de lo que tú eres. Quien te quiere, te quiere con ellas también.
Un beso.
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