Mis padres, mis abuelos y casi todos mis tíos eran de origen español. Habían ido emigrando a Buenos Aires en la década del ´50, cuando los años posteriores a la Guerra Civil Española trajeron hambre y miseria a España. Ese fue otro acontecimiento histórico que marcó mi educación. Si bien, durante mi infancia y adolescencia, pertenecíamos a la denominada clase media, mi madre había heredado de mi abuela un cuidado extremo hacia la comida y la ropa y en casa nada se tiraba, todo se reciclaba. Por las noches se comían las sobras del mediodía adornadas con un toque diferente para engañar a la vista. Así es como hemos llegado a comer cosas que no he visto en otro lugar más que en mi propia casa, como tortilla de fideos y una sopa batida con las restos del puchero que a mí me resultaba un potaje repugnante y que, con el tiempo, llegué descubrir su sabor estupendo. Odiaba la leche y, ya desde muy pequeña, mi madre debía ingeniárselas conmigo para que mi cuerpo incorporara el calcio necesario para desarrollarse. De tanto escuchar el argumento sabía que la leche era el alimento por excelencia, y quizá, por esa misma razón, es que la odiaba. El caso es que cuando tenía ocho años, una tarde, después de una pelea con mi hermano el del medio, tres años mayor que yo, decidí irme de casa, ya que mi madre había optado por no ponerse de mi lado. Cogí dinero de su cartera y salí a la calle. Hice doscientos metros y regresé a casa con la cabeza gacha cuando aún ni siquiera habían notado mi repentina y corta desaparición. Busqué a mi madre y se lo conté yo misma. Quería que supiera de lo que era capaz a pesar de mi corta edad.
- ¿Y cómo ibas sobrevivir? – me preguntó intentando no reírse de lo que para mí era un drama.
- Pensaba comprar leche – le dije.
- ¡Pero si la leche no te gusta! – se río por fin.
- Ya lo sé, pero es lo que tengo que tomar si no quiero morirme de hambre -.
Si hago memoria esa fue la primera vez que me sentí realmente incomprendida por mi propia madre, un sentimiento que marcaría mi relación con ella el resto de mi vida.
Pero la Guerra Civil y la educación tradicional española no sólo marcaron el aspecto alimentario de mi vida, en todo caso ese fue el matiz más insignificante y el que más agradezco porque me ayudó a desarrollar la imaginación para que nunca llegara a faltarme nada.
De suposiciones está hecho el mundo y, sin embargo, ni yo misma cumplí con lo que se supone que debía cumplir; a saber, aprender los quehaceres femeninos, vivir un largo noviazgo, casarme (virgen, en lo posible), tener hijos y dedicarme a la familia, en definitiva ser, lo que por aquel entonces, y desde hacía ya demasiados siglos, se denominaba una “niña buena”. Es que con seis años ya le andaba yo diciendo a mi madre que de mayor quería viajar por el mundo y tener un amor en cada puerto. Pero el colmo de mi rebeldía sucedió un día en el aparecí por casa con un libro que se llamaba “Las chicas buenas van al cielo y las malas a todas partes”. Fue más bien una provocación hacia mi madre, porque nunca llegué a leerlo, todo lo que yo quería se resumía en el título y no necesitaba saber más; a partir de ahí escribiría mi propia historia.
- ¿Y cómo ibas sobrevivir? – me preguntó intentando no reírse de lo que para mí era un drama.
- Pensaba comprar leche – le dije.
- ¡Pero si la leche no te gusta! – se río por fin.
- Ya lo sé, pero es lo que tengo que tomar si no quiero morirme de hambre -.
Si hago memoria esa fue la primera vez que me sentí realmente incomprendida por mi propia madre, un sentimiento que marcaría mi relación con ella el resto de mi vida.
Pero la Guerra Civil y la educación tradicional española no sólo marcaron el aspecto alimentario de mi vida, en todo caso ese fue el matiz más insignificante y el que más agradezco porque me ayudó a desarrollar la imaginación para que nunca llegara a faltarme nada.
De suposiciones está hecho el mundo y, sin embargo, ni yo misma cumplí con lo que se supone que debía cumplir; a saber, aprender los quehaceres femeninos, vivir un largo noviazgo, casarme (virgen, en lo posible), tener hijos y dedicarme a la familia, en definitiva ser, lo que por aquel entonces, y desde hacía ya demasiados siglos, se denominaba una “niña buena”. Es que con seis años ya le andaba yo diciendo a mi madre que de mayor quería viajar por el mundo y tener un amor en cada puerto. Pero el colmo de mi rebeldía sucedió un día en el aparecí por casa con un libro que se llamaba “Las chicas buenas van al cielo y las malas a todas partes”. Fue más bien una provocación hacia mi madre, porque nunca llegué a leerlo, todo lo que yo quería se resumía en el título y no necesitaba saber más; a partir de ahí escribiría mi propia historia.
8 comentarios:
jajajajaQue buen libro ese! Oye me lo tienes que conseguir. "Las chicas malas van al cielo y las malas a todas partes!" Lo que me he podido reír.
Un post muy agradable por lo bien narrado, lo que cuentas es propio de aquellos tiempos. Hoy por lo que veo has vuelto España, ¿de momento o para siempre? Ya que te identificas con las chicas...¿malas? Es broma. Un abrazo!
No sabía que había un libro que se llamara así, aunque conocía la frase.
Me ha encantado la tortilla de fideos. En mi casa era la sopa de mayonesa, que tampoco estaba mal...
Me alegro de que hayas decidido escribir tu propia historia.
Besos.
Yo tampoco sabia que habia un libro con ese titulo, solo conocia la frase. Aqui, ahora que no nos oye nadie, te dire que a veces me hubiese gustado ser de las malas jaja
un abrazo
Bien Maga, por elegir escribir tu propia historia!
No he leído el libro (tiene un título seductor desde luego y debe ser interesante)pero me detengo en los adjetivos: "buena" "mala".
Son tan ambiguas estas palabras, tienen tantísimas interpretaciones, aún cuando las colocamos en un contexto social e histórico!
Y también y por sobre todo, son injustas.
Me alegra saber que desde muy pequeñita buscabas la libertad, sobre todo la interior.
Un abrazo!
:))
Desconocía el títulito,
Hola Maga Viajera: vengo a ti desde el blog de Charo, y me he reudo con tu historia, sabes un hijo mio tambén se fue de casa cuando tenia 9 años, con un amigo y arco de flecha que le regalaron los Reyes Magos, con el arco pensaban cazar y vivir la aventura, hoy este hijo es un matemático estupendo y sigue viviendo en las nubes.
En el amor a Cristo Resucitado FELICES PASCUAS
Es cierto que la educación represiva nos influye en nuestra actitud posterior, pero también lo es (aunque no se lo desee a nadie)que agudiza el ingenio, como bien apuntas, que nos impulsa en la búsqueda de experiencias diferentes, que somos lo que somos gracias a lo que quisieron que fuéramos...
Recuerdo mis años de infancia y adolescencia marcados por la educación de la dictadura (nací en el 53) y si bien hicieron de mí una rebelde en aquella época, creo que también potenciaron la posterior flexibilidad, el saber valorar lo positivo y dejar atrás lo que no lo es... Creo que no cambiaria nada de lo vivido si no es para corregir alguno de mis errores que pudieron dañar a otros.
No obstante, prefiero ser "mala" y no ir al "cielo" :)
Un abrazo Maga
Me ha encantado tu post. Hace mucho que no entraba, me alegra verte, maga, viajando por esta vida en este mundo.
Incomprendida por toda la familia, y con el sentimiento de "ya no puedo más", cogí una bolsa de basura y metí algo de ropa. La escondí debajo de la cama. Huiría después de ir al colegio. Tenía 9 años, pero ¡que bien educada estaba! Las responsabilidades lo primero.
Cuando llegué a mi casa, me fui a coger mi bolsa y ya no estaba. Sin ella no me podía ir. Apegada a mi ropa, se frustó mi escapada. Pregunté si alguien habia visto una bolsa de basura debajo de mi cama, y todo el mundo decía que no.
Hasta que mi padre me preguntó que a donde pensaba ir. -A casa de la madrina...- No pensé que mi madrina me mandaría de vuelta rapidísimo...
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