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Lo que abre el amor, que no lo cierre el miedo.


sábado, 16 de enero de 2021

La casa de mi abuela era oscura


La casa de mi abuela era oscura. De mi abuela oscura. Así y todo, tendría más claridad que su pasado.
Mis dos abuelas buscaban a dios todas las noches, durante un rato largo. Oraciones más infinitas que el rosario. Supongo que les salía más seguro que buscar al hombre. 
Mi abuelo se murió sin saber la suerte que tuvo. Y se murió en mis brazos. Mi abuelo oscuro, que no estaba con la abuela oscura, si no con la otra. 
No me malinterpreten, lo de oscuro no es despectivo, es como yo veía su alma.
Mi otra abuela era de colores inconmensurables, pero a menudo los escondía y creo que sólo sus nietos éramos capaces de abrir esa caja.
Mi otro abuelo, el de mi abuela oscura, cuentan que era luminoso, bondadoso, generoso y cualquier oso que se le agrega a una muerte demasiado temprana. Me he preguntado muchas veces por qué los oscuros han tardado más en morirse. Temas de justicia divina que no alcancé a comprender. Karma o salvación. Sólo ellos lo saben.
Al final, cada uno acaba siendo en la historia lo que hizo con su gente. Porque los que quedan hablan, no cuentan la verdad, cuentan la suya con ellos. Así que uno va armando a los ancestros como si fueran un rompecabezas o un cuadro de Picasso.
Mi abuela de colores inconmensurables hizo para mí muchas cosas inolvidables, pero hay una que ahora, con los ojos vividos (no vívidos, aunque también), con todo lo que he visto, sobresale. La última Navidad de la década del 70, mi abuela, la de colores, fue la única que lo entendió todo sobre mí. Será por lo que dicen, que nos gestamos en nuestra abuela desde que ella gesta a nuestra madre, que siempre supo leer a través mío. Compró para mí un cochecito deportivo de color verde, de esos con los que jugaban mis hermanos y no me dejaban tocar. Lo hacía a escondidas, cuando no estaban en casa. Apartaba la licuadora de plástico y jugaba a que atravesaba calles, ciudades y pueblos. 
Mi abuela de colores lo vio. No encontró otro modo para liberarme, para liberarse a sí misma, tal vez, que comprándome un Corvette verde. Hubiéramos sido Thelma y Louise mi abuela y yo. Sabía que las dos necesitábamos huir, porque éramos las dos únicas que lo queríamos. Las únicas dos que veíamos la jaula. 
Estoy segura de que nadie más se dio cuenta de la magnitud de ese regalo. Mis hermanos se agolparon sobre mí en la cocina de mi abuelo oscuro y mi abuela de colores, para mirar mi Corvette. Lo querían. Nunca se los presté. Mi Corvette era mucho Corvette para que ellos lo entendieran. Además, si se los dejaba, hubiera perdido su sentido.
Mi alma viaja en Corvette con mi abuela. Ya nos hemos liberado la una a la otra.
Ahora sí. 

Gabriela Collado

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