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Lo que abre el amor, que no lo cierre el miedo.


domingo, 17 de enero de 2021

Feo con entusiasmo


Entonces ella dijo, "es feo con entusiasmo" y yo, que siempre encuentro lo bello en cada cosa, me quedé pensando un rato largo. Y volví a la frase, volví una y otra vez: "es feo con entusiasmo", como esos pueblos que parecen una melodía desentonada, como cuando aprietas la tiza contra la pizarra o el cubierto contra el plato. Es que hay cosas que dan dentera. Pero la belleza, no supe qué decirle, porque traigo la persistente manía de hallarla en casi cualquier cosa. Creo que fue una cuestión de supervivencia, un modo de poder acomodar la carga tan oscura y asquerosa que se me echó encima en la infancia... y después. Entonces, la belleza se convirtió en un modo de mirar y la fealdad sólo era un instrumento desafinado. Es decir, ¡que tenía esperanza de aspirar a la belleza! ¿Ves? Ya estoy otra vez con mi porfía. 

Hace unos días le hablé a alguien sobre mi fascinación con la historia del Titanic. Antes de continuar quiero decirte que mi atracción no tiene nada que ver con la película de James Cameron; viene de mi adolescencia, cuando leí la historia por primera vez, seguramente, en la sección cultural de algún periódico de los '80 y, desde entonces, todo lo que hiciera mención al gigante de la White Star Line lo devoraba con absoluta fascinación. Por cierto, fascinar no sólo es de gusto, es una impresión muy fuerte y eso hizo conmigo el Titanic, impresionarme; más adelante te contaré por qué. Pero continúo, él me preguntó: "¿te fascina una historia en la que murió un montón de gente?" Ahí me di cuenta de que casi siempre me sorprende que el otro no vea la belleza en donde yo la veo, pero insisto, es un modo de mirar. Lo pude comprender, ¿quién sería capaz de unir fascinación y muerte en una misma idea? No, no me fascina la muerte, ni mucho menos; no en la medida de su pregunta. Me fascina la historia de un coloso extraordinario, el más grande, el más lujoso, el primero, el más pensado, el más de lo más que, ¡zas!, en su primer recorrido se hundió porque algo que estaba allí, escondido en la oscuridad, silencioso y, en apariencia, más pequeño, "supo" herirlo exactamente en su único punto débil y enterrarlo en el fondo del océano para siempre jamás. Me fascina porque, de algún modo, es la historia de la soberbia humana, "fea con entusiasmo", ¡mira por dónde va encajando la frase! Tal vez por eso me la pasé buscando mi punto débil. Tal vez por eso descubro muy fácilmente el de los demás. Pero disto mucho de ser un frío y despiadado témpano capaz de usarlo en su contra. Si lo fuera, no insistiría en hallar la belleza aún en donde ha de hacerse mucho esfuerzo. Como en lo que está pasando, en la mentira, la injusticia, la maldad y el reggaetón. Esas son, para mí, las cosas "feas con entusiasmo" o, como se dice por aquí, feas de cojones.


Gabriela Collado 


(Cualquier parecido con la realidad actual es mera coincidencia).

sábado, 16 de enero de 2021

La casa de mi abuela era oscura


La casa de mi abuela era oscura. De mi abuela oscura. Así y todo, tendría más claridad que su pasado.
Mis dos abuelas buscaban a dios todas las noches, durante un rato largo. Oraciones más infinitas que el rosario. Supongo que les salía más seguro que buscar al hombre. 
Mi abuelo se murió sin saber la suerte que tuvo. Y se murió en mis brazos. Mi abuelo oscuro, que no estaba con la abuela oscura, si no con la otra. 
No me malinterpreten, lo de oscuro no es despectivo, es como yo veía su alma.
Mi otra abuela era de colores inconmensurables, pero a menudo los escondía y creo que sólo sus nietos éramos capaces de abrir esa caja.
Mi otro abuelo, el de mi abuela oscura, cuentan que era luminoso, bondadoso, generoso y cualquier oso que se le agrega a una muerte demasiado temprana. Me he preguntado muchas veces por qué los oscuros han tardado más en morirse. Temas de justicia divina que no alcancé a comprender. Karma o salvación. Sólo ellos lo saben.
Al final, cada uno acaba siendo en la historia lo que hizo con su gente. Porque los que quedan hablan, no cuentan la verdad, cuentan la suya con ellos. Así que uno va armando a los ancestros como si fueran un rompecabezas o un cuadro de Picasso.
Mi abuela de colores inconmensurables hizo para mí muchas cosas inolvidables, pero hay una que ahora, con los ojos vividos (no vívidos, aunque también), con todo lo que he visto, sobresale. La última Navidad de la década del 70, mi abuela, la de colores, fue la única que lo entendió todo sobre mí. Será por lo que dicen, que nos gestamos en nuestra abuela desde que ella gesta a nuestra madre, que siempre supo leer a través mío. Compró para mí un cochecito deportivo de color verde, de esos con los que jugaban mis hermanos y no me dejaban tocar. Lo hacía a escondidas, cuando no estaban en casa. Apartaba la licuadora de plástico y jugaba a que atravesaba calles, ciudades y pueblos. 
Mi abuela de colores lo vio. No encontró otro modo para liberarme, para liberarse a sí misma, tal vez, que comprándome un Corvette verde. Hubiéramos sido Thelma y Louise mi abuela y yo. Sabía que las dos necesitábamos huir, porque éramos las dos únicas que lo queríamos. Las únicas dos que veíamos la jaula. 
Estoy segura de que nadie más se dio cuenta de la magnitud de ese regalo. Mis hermanos se agolparon sobre mí en la cocina de mi abuelo oscuro y mi abuela de colores, para mirar mi Corvette. Lo querían. Nunca se los presté. Mi Corvette era mucho Corvette para que ellos lo entendieran. Además, si se los dejaba, hubiera perdido su sentido.
Mi alma viaja en Corvette con mi abuela. Ya nos hemos liberado la una a la otra.
Ahora sí. 

Gabriela Collado

Mi mamá tenía cosas intocables


Mi mamá tenía cosas intocables que eran como sus tesoros, casi las mismas que tenía mi abuela, su madre: el comedor, el living, las galletas danesas en lata, el juego de porcelana de Blumenau, los cubiertos de alpaca, los vasos de cristal fino, los manteles bordados de Lagartera, el dial de la radio de la cocina, el bolso pequeño de Chanel, su pelo los días que iba a la peluquería, el suelo recién encerado de los viernes, el lavabo después del Puloy, las botellas del mueble bar con espejos.
Ya hubiera querido que tocáramos con igual curiosidad la escoba, la plancha y las cacerolas; sobre todo las cacerolas. No le gustaba nada cocinar y menos de noche.
Los 'tesoros' se guardaban para días especiales como los cumpleaños, las fiestas y los días de las visitas que no venían siempre; los otros eran ya de la familia. 
Recuerdo repetirse la misma cantinela entre mis hermanos: ¿es que las visitas son más importantes? Aún me quedan ratos en los que dudo de la respuesta. 
Muchas veces tuve la impresión de que mi madre vivía esos encuentros como quien pasa un exámen, pero orgullosa de ser la que siempre le llevaba la manzana a la maestra. Vamos, la típica niña de la que me he esforzado por destacarme todo el tiempo. 
Por las galletas danesas intocables, me metí el mundo en la boca sin catarlo primero. Dice mi amigo que ahora estoy digiriendo los cascotes. 
No voy a reprocharle a mi madre que escondiera las latas, porque no me arrepiento de nada... creo. Sigo usando las copas de cristal de bohemia cuando me da la gana, como lo apetecible que haya en la alacena, sin importar si es lunes o sábado, ni siquiera la hora, no uso Puloy, amen de que ya no se fabrica, las visitas son familia, todas. 
Creo que no he mencionado la lencería. ¡Oh sí! Pero no se guardaba para lo que están pensando... mi abuela decía que había que salir a la calle con las bragas buenas por si ocurría un accidente y debían desnudarnos en el hospital. Bueno, qué decirles. Yo ni siquiera guardo las bragas buenas para lo otro y no creo que el médico vaya a fijarse en eso.
¡El té ya está caliente, darling!

Gabriela Collado

Los muebles de la casa



Los muebles de la casa en la que vivo no los elegí yo y tampoco sé quien lo hizo ni por qué; pero sí elegí algunos, principalmente los de la habitación en la que duermo, sueño, me confieso mis penas y mis deseos más íntimos, me visto y me desvisto y, a veces también, estudio, trabajo, como y hablo por teléfono. Los muebles de este cuarto son antiguos; los compré en distintos rastros de la ciudad, menos uno, que estaba en la casa de dos viejitos que murieron y su hija lo anunció por Internet. Cuando fui a buscarlo me regaló un cuadrorelieve de un ángel que puse junto a los míos. Podría haber comprado esos muebles suecos que te traes en el bolsillo y luego se despliegan en ciento cincuenta partes como los objetos del bolso de Mary Poppins, en cambio, me fui al galpón que está frente al cementerio, cruzando el río, donde se recuperan las almas perdidas a golpe de lija, barniz y frases de la biblia. No sé a quien pertenecieron ni sé que historias traen consigo y también me he reprochado el no saberlo y andar metiendo cualquier energía en mi espacio más íntimo, como tal vez hiciera con algún hombre. En una ocasión, alguien me dijo que éste, mi santuario, le recordaba a la casa de infancia de su pueblo. Tal vez es eso lo que he construido entre estos muros y una ventana, un rincón para contener a mis ancestros y sentir que una familia me precede y supo guardar algo para mí. Eso pesa mucho ahora, así dicho. Así que suena más romántico el querer recuperar retazos de otras vidas en las que fui feliz para recordar en ésta el camino. Y, si me miro al doble espejo que adorna las puertas del antiguo armario, puedo verme vestida de largo y encorsetada hasta perder el aliento y haciendo que alguien más lo perdiera al verme. Lo cierto es que estos son los únicos muebles que aún no se han roto, igualito que algunos sueños persistentes que también ya vienen de lejos. Yo sé que lo de los muebles tiene mucho que ver con mi alma, vieja nostalgiosa que impone sus condiciones cuando estoy distraída. Todavía tengo que concederle un par de caprichos con los que me insiste desde cuando las velas me cabían en la tarta: África y México. ¿Y si tuviera que ver con los muebles? Creo que esta noche voy a meterme en el armario, con suerte, aparezca en la versión Maya de Narnia. 

Gabriela Collado
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